La Semana Santa que hoy empezamos, celebrando el Domingo de Ramos, está enmarcada en un profundo silencio.
¿Será casualidad? Pueden imaginarse mi respuesta.
El texto de hoy, nos relata la pasión de Jesús según San Lucas: pocas palabras de Jesús y mucho silencio.
El sábado santo – día del sepulcro – y la noche que precede a la explosión de luz de la resurrección, están envueltos en un silencio ensordecedor.
La Semana Santa se abre con silencio y se cierra con silencio.
El proceso de Jesús, con el cual comienza nuestro texto, está marcado por un extraordinario, sorprendente y clamoroso silencio.
En su subida al Gólgota, el evangelista nos transmite unas pocas frases de Jesús y es más que probable que sean palabras del mismo Lucas, ofreciéndonos su interpretación teológica de la pasión.
Difícil suponer que Jesús tenga la fuerza suficiente para hablar en su caminar, después de la flagelación y cargando la cruz: silencio.
“Jesús no le respondió nada” (23, 9), evidencia Lucas: frente a las preguntas de Herodes, Jesús calla.
Frente a las acusaciones, Jesús calla.
Frente a los gritos de la muchedumbre: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”, Jesús calla.
¿Qué nos dice este silencio del maestro? ¿Qué nos sugiere?
Jesús no se defiende.
Habló cuando tenía que hablar y dijo lo que tenía que decir. Ahora calla. Habla su silencio, habla su misma entrega. Habla su corazón, habla su vida, hablan sus gestos.
Habla su mirada: ¿Pilato y Herodes habrán sostenido la mirada silenciosa del maestro?
El silencio de Jesús frente a su injusto proceso es demoledor. Es un silencio mucho más elocuente que mil palabras. Es un silencio que cuestiona nuestros banales intentos de defendernos de los ataques, nuestros irrefrenables impulsos a reaccionar frente a las agresiones o a las incomodidades.
¿Cómo vivo los conflictos?
¿Cómo enfrento los juicios y las agresiones?
¿Cómo vivo el dolor?
Tal vez resonaban en el corazón de Jesús, las futuras palabras del poeta Robert Penn Warren:
“Fuera del silencio, el dicho.
En el silencio, lo dicho.
Así el silencio, en la intemporalidad, engendra tiempo,
y lo acoge de nuevo, y yo reposo
en la oscuridad y escucho el viento que se levanta del mar.”
Quizás Jesús, mientras guardaba su pacífico y doloroso silencio frente a Herodes, escuchaba resonar en su corazón, la brisa fresca y suave del viento del lago de Tiberíades. Quizás su mente retornaba dulcemente a la voz de su madre y a su acurrucarse en su pecho, cuando niño. Quizás, en su silencio, habrá revivido los atardeceres con sus amigos y las largas charlas, habrá oído a los niños pedir su bendición y sentir que le agarraban la mano. Quizás, en su silencio, olía con nostalgia el aroma de los lirios y agradecía la belleza de la higuera y de los campos de trigo. Quizás también, su silencio estaba repleto del sabor del aceite de los imponentes olivos de Israel. Sin duda, en su silencio consciente, habrá revivido las noches solitarias pasadas en oración. Quizás su silencio, tenía el sabor del pescado a la brasa que Pedro le traía al amanecer.
¿Adónde iban los pensamientos de Jesús en su soledad terrible y silenciosa?
Su silencio estaba vacío y lleno a la vez; vacío de odio, lleno de amor y recuerdos.
Solo un silencio repleto de amor, puede permanecer de pie y hacer libre también al acusador. El silencio del maestro, libera a Pilato y Herodes y disuelve la injusticia.
Jesús calla; como había aprendido a callar, después de tanto dolor, Job.
Sospecho que la figura de Job, habrá paseado por el corazón del maestro, en estos momentos de silencio. Porque no solo Jesús estaba en silencio: Dios también.
El silencio de Jesús era un reflejo del silencio divino o de un susurro apenas perceptible.
¿Habrá escuchado Jesús las mismas y susurradas palabras que Job escuchó?:
“Atiende, Job, escúchame; cállate, y yo hablaré.
Si tienes algo que decir, replícame, habla, porque yo quisiera darte la razón.
De lo contrario, escúchame; cállate, y te enseñaré la sabiduría” (Job 33, 31-33)
“El Señor se dirigió a Job, y le dijo: ¿Va a ceder el que discute con el Todopoderoso? ¿Va a replicar el que reprueba a Dios? Y Job respondió al Señor: ¡Soy tan poca cosa! ¿Qué puedo responderte? Me taparé la boca con la mano. Hablé una vez, y no lo voy a repetir; hay una segunda vez, y ya no insistiré” (Job 40, 1-5).
Solo podemos aprender del silencio de Jesús.
Quizás, solo desde el silencio, podremos oír una Palabra que nos dé vida, una Palabra verdadera y sanadora.
Quizás, solo desde el silencio, nuestro mundo tan ruidoso y conflictivo encontrará caminos de reconciliación.
Quizás, solo desde el silencio, podremos aprender a transformar el sufrimiento en paz.
Quizás, solo desde el silencio, la oscuridad del sepulcro implosiona en el gozo de la luz.