sábado, 12 de abril de 2025

Lucas 23, 1-49: Domingo de Ramos


 

La Semana Santa que hoy empezamos, celebrando el Domingo de Ramos, está enmarcada en un profundo silencio.

 

¿Será casualidad? Pueden imaginarse mi respuesta.

 

El texto de hoy, nos relata la pasión de Jesús según San Lucas: pocas palabras de Jesús y mucho silencio.

El sábado santo – día del sepulcro – y la noche que precede a la explosión de luz de la resurrección, están envueltos en un silencio ensordecedor.

 

La Semana Santa se abre con silencio y se cierra con silencio.

 

El proceso de Jesús, con el cual comienza nuestro texto, está marcado por un extraordinario, sorprendente y clamoroso silencio.

En su subida al Gólgota, el evangelista nos transmite unas pocas frases de Jesús y es más que probable que sean palabras del mismo Lucas, ofreciéndonos su interpretación teológica de la pasión.

 

Difícil suponer que Jesús tenga la fuerza suficiente para hablar en su caminar, después de la flagelación y cargando la cruz: silencio.

 

Jesús no le respondió nada” (23, 9), evidencia Lucas: frente a las preguntas de Herodes, Jesús calla.

Frente a las acusaciones, Jesús calla.

Frente a los gritos de la muchedumbre: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”, Jesús calla.

 

¿Qué nos dice este silencio del maestro? ¿Qué nos sugiere?

 

Jesús no se defiende.

Habló cuando tenía que hablar y dijo lo que tenía que decir. Ahora calla. Habla su silencio, habla su misma entrega. Habla su corazón, habla su vida, hablan sus gestos.

Habla su mirada: ¿Pilato y Herodes habrán sostenido la mirada silenciosa del maestro?

 

El silencio de Jesús frente a su injusto proceso es demoledor. Es un silencio mucho más elocuente que mil palabras. Es un silencio que cuestiona nuestros banales intentos de defendernos de los ataques, nuestros irrefrenables impulsos a reaccionar frente a las agresiones o a las incomodidades.

 

¿Cómo vivo los conflictos?

¿Cómo enfrento los juicios y las agresiones?

¿Cómo vivo el dolor?

 

Tal vez resonaban en el corazón de Jesús, las futuras palabras del poeta Robert Penn Warren:

 

Fuera del silencio, el dicho.

En el silencio, lo dicho.

Así el silencio, en la intemporalidad, engendra tiempo,

y lo acoge de nuevo, y yo reposo

en la oscuridad y escucho el viento que se levanta del mar.

 

Quizás Jesús, mientras guardaba su pacífico y doloroso silencio frente a Herodes, escuchaba resonar en su corazón, la brisa fresca y suave del viento del lago de Tiberíades. Quizás su mente retornaba dulcemente a la voz de su madre y a su acurrucarse en su pecho, cuando niño. Quizás, en su silencio, habrá revivido los atardeceres con sus amigos y las largas charlas, habrá oído a los niños pedir su bendición y sentir que le agarraban la mano. Quizás, en su silencio, olía con nostalgia el aroma de los lirios y agradecía la belleza de la higuera y de los campos de trigo. Quizás también, su silencio estaba repleto del sabor del aceite de los imponentes olivos de Israel. Sin duda, en su silencio consciente, habrá revivido las noches solitarias pasadas en oración. Quizás su silencio, tenía el sabor del pescado a la brasa que Pedro le traía al amanecer.

 

¿Adónde iban los pensamientos de Jesús en su soledad terrible y silenciosa?

 

Su silencio estaba vacío y lleno a la vez; vacío de odio, lleno de amor y recuerdos.

Solo un silencio repleto de amor, puede permanecer de pie y hacer libre también al acusador. El silencio del maestro, libera a Pilato y Herodes y disuelve la injusticia.

 

Jesús calla; como había aprendido a callar, después de tanto dolor, Job.

Sospecho que la figura de Job, habrá paseado por el corazón del maestro, en estos momentos de silencio. Porque no solo Jesús estaba en silencio: Dios también.

El silencio de Jesús era un reflejo del silencio divino o de un susurro apenas perceptible.

 

¿Habrá escuchado Jesús las mismas y susurradas palabras que Job escuchó?:

 

Atiende, Job, escúchame; cállate, y yo hablaré.

Si tienes algo que decir, replícame, habla, porque yo quisiera darte la razón.

De lo contrario, escúchame; cállate, y te enseñaré la sabiduría” (Job 33, 31-33)

 

El Señor se dirigió a Job, y le dijo: ¿Va a ceder el que discute con el Todopoderoso? ¿Va a replicar el que reprueba a Dios? Y Job respondió al Señor: ¡Soy tan poca cosa! ¿Qué puedo responderte? Me taparé la boca con la mano. Hablé una vez, y no lo voy a repetir; hay una segunda vez, y ya no insistiré” (Job 40, 1-5).

 

Solo podemos aprender del silencio de Jesús.

 

Quizás, solo desde el silencio, podremos oír una Palabra que nos dé vida, una Palabra verdadera y sanadora.

 

Quizás, solo desde el silencio, nuestro mundo tan ruidoso y conflictivo encontrará caminos de reconciliación.

 

Quizás, solo desde el silencio, podremos aprender a transformar el sufrimiento en paz.

 

Quizás, solo desde el silencio, la oscuridad del sepulcro implosiona en el gozo de la luz.

 

 

 

 


sábado, 5 de abril de 2025

Juan 8, 1-11




Los expertos sugieren que este fascinante y desafiante relato, no es autoría de Juan: su estructura literaria tiene más vinculación con Lucas. Probablemente fue un texto añadido en un segundo momento al evangelio de Juan.

 

El texto nos cuestiona profundamente, porque pone, arriba del tapete, la eterna cuestión; cuestión que tiene raíces humanas, religiosas y políticas: ¿tiene prioridad la ley o la persona?

 

Es uno de los temas centrales en la teología de Pablo.

Escribe, por ejemplo, a los gálatas (3, 11-13):

Es evidente que delante de Dios nadie es justificado por la Ley, ya que el justo vivirá por la fe. La Ley no tiene en cuenta la fe, antes bien, el que observa sus preceptos vivirá por ellos. Cristo nos liberó de esta maldición de la Ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros

¿La ley o la gracia?

¿La ley o la persona?

¿La ley o el amor?

 

En realidad, tenemos que cambiar el enfoque y no oponer la ley a la gracia, a la persona o al amor. San Pablo mismo sugiere que la ley es un pedagogo, que nos acompaña en el camino para llegar a vivir la plenitud de la libertad en el amor: “la Ley nos sirvió de guía para llevarnos a Cristo, a fin de que fuéramos justificados por la fe.Y ahora que ha llegado la fe, no necesitamos más de un guía” (Gal 3, 24-25).

 

El Jesús de Mateo afirma: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (5, 17).

 

La adultera de nuestro texto transgrede una ley y sus acusadores, de acuerdo a otra ley, la quieren apedrear. La condena y el juicio de sus acusadores tienen, esencialmente, tres puntos débiles:

 

1)  Una interpretación puramente exterior de la ley. Es el legalismo, que tanto seduce a los seres humanos.

2)  Falta la consciencia de su propia transgresión y de su sombra. Los acusadores condenan, en la mujer, lo que rechazan de sí mismos o lo que no pueden asumir.

3)  No conocen la raíz de la transgresión de la mujer. ¿Por qué la mujer cayó en adulterio? Juzgan sin conocer su historia, su sufrimiento, su soledad.

 

Jesús siempre insistió, que la transgresión fundamental, no es la literal, sino la interior: “Ustedes han oído que se dijo: “No cometerás adulterio. Pero yo les digo: El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28).

Por eso se puede dar hasta lo más paradójico: una adultera/o fiel, y una/un fiel, adultera/o.

 

Cuando comprendemos que una ley - humana y justa -, está a servicio del amor y del crecimiento de la persona, se disolverá el aparente conflicto entre las prioridades: ¿viene antes la ley o la persona?

 

Descubrimos en este relato, dos extraordinarias actitudes de Jesús que podemos aprender y aplicar en nuestra vida.

 

La primera. Jesús no entra a discutir con los acusadores de la adultera. Toma otro camino. Cuando una persona está atrapada en su ego, en su enojo, en su visión cerrada y legalista, entrar a dialogar es inútil: tiempo perdido, energía perdida. Jesús ahorra sus energías para algo mejor: ¡qué grande! Debemos discernir cuando es oportuno y es el momento de entrar a dialogar y discutir, de lo contrario, nos agotaremos inútilmente.

 

La segunda. “Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo” (8, 6). La curiosidad nos invade: ¿qué habrá escrito el maestro? Los estudiosos no saben darnos respuestas.

 

Según mi parecer, el autor del texto, deja a propósito este vacío, para que cada cual pueda dar su interpretación, según su propio caminar.

Cualquier interpretación, hecha desde la honestidad intelectual y moral, es válida: es lo que el Espíritu te sugiere a ti. Cada interpretación se suma a otra y la riqueza aumenta, así como la belleza y la profundidad del texto… y de la vida.

 

En este momento me parece muy lindo interpretar así: Jesús escribe en la tierra el nombre de los acusadores. Nombrar algo le quita su fuerza y escribir en el suelo es una forma de “dejar ir”: el viento borrará los nombres. Jesús no solo perdona a la adultera, sino también a sus acusadores.

 

Podemos hacer, como un ritual personal de sanación, lo siguiente: escribir en la tierra los nombres de aquellos que nos hirieron o los nombres de las personas a las cuales hemos herido, o también situaciones dolorosas que nos afectan. Nos quedamos en silencio unos minutos – contemplando lo escrito – , tomando consciencia de lo efímero de la existencia y de la única fuerza que renueva el universo: el amor. Dejaremos que el perdón surja solo. Agradecemos y cerramos el ritual con una oración espontanea, dejando que el tiempo o los agentes atmosféricos borren lo que hemos escrito.

 

 



sábado, 29 de marzo de 2025

Lucas 15, 1-3.11-32


 

 

Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza” (15, 25).

 

La famosísima y bellísima parábola del “Padre misericordioso”, del “hijo prodigo” o de “los dos hijos” nos invita a escuchar la música y a danzar.

 

Los místicos sufíes hacen de la música y la danza, las herramientas centrales de la búsqueda y la comunión con Dios. Podemos aprender muchos de ellos y salir de una perspectiva puramente racional.

 

Nos dice Rumi: “Cuando estoy en silencio, llego a ese lugar, donde todo es música.

Y Hafiz nos sugiere – y es la frase que da el nombre a mi propio blog –: “Soy un agujero en la flauta por donde se mueve el aliento de Cristo. Escucha está música.

 

El evangelio nos invita a danzar la vida. Este maravilloso universo es una danza divina a la cual estamos invitados.

 

Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza” (15, 25): este versículo nos regala pistas extraordinarias para nuestro caminar en este tiempo de Cuaresma.

 

Al volver”: estamos volviendo, como el hijo prodigo. Estamos en el éxodo y estamos en Casa, simultáneamente. Estamos volviendo al lugar desde donde nunca nos fuimos: es la paradoja esencial y existencial. Estamos en Dios, nuestra Casa y nuestro Hogar, pero también estamos en el éxodo, en esta aventura humana, sujeta al espacio-tiempo y a múltiples limitaciones. Por eso la parábola de Jesús gira alrededor de la casa, del viaje y del regreso. Mantener la consciencia de que estamos en Casa, nos permitirá vivir la vida como una hermosa danza, en nuestro éxodo y regreso.

 

Cerca de la casa”: siempre estamos cerca de la Casa. Thich Nath Hanh decía: “He llegado, estoy en casa”. En el fondo, siempre estamos en Casa, porque vivimos en la Presencia, en el Espíritu. La experiencia de estar lejos de casa es una experiencia más bien psíquica y emocional, experiencia necesaria para nuestro danzar y nuestro crecimiento en consciencia. La creatividad y la creación divina, necesitan de la sensación de separación. Si todo estuviera hecho y perfecto, ¿qué haríamos acá? Estamos acá para co-crear con el Espíritu, para danzar con el Espíritu, mientras volvamos a Casa, desde la Casa. Dios creó un mundo perfectamente imperfecto, para que tuviéramos la posibilidad y el éxtasis de la danza.

 

Oyó la música”: aprender a oír es como aprender a ver. La percepción es el órgano de la consciencia. Entrenar la atención y la percepción, nos hace oír y ver con una profundidad asombrosa. No hay danza sin música. Podemos danzar la vida, porque resuena una música de fondo; es una música que los oídos no pueden oír, una música espiritual que mueve el Universo y las cosas. Es la música de la vibración y de las energías. Es la música del Espíritu, y todo lo que toca cobra vida. Como nos decía Rumi, solo desde el silencio, podemos oír esta música. El ruido incesante de los pensamientos y de las emociones descontroladas, nos impide oír. Desde el silencio, oímos esta música divina que todo lo mueve. Desde el silencio, aprendemos otro nivel de armonía, otra melodía. Y nuestra danza se hace más pura, más liviana, más libre.

 

los coros acompañaban la danza”: nunca danzamos solos. Todo danza al ritmo de la música divina. Coros nos acompañan: pájaros, estrellas, nubes y vientos, árboles y flores. Y existen coros especiales: familiares, amigos y amigas, maestros y discípulos, compañeros, vecinos, amantes desconocidos, santos y pecadores. Nos acompaña el coro especial de los que escuchan la música y quieren danzar, el coro de los que vibran en la misma frecuencia de amor y de escucha. El hijo mayor escucha la música, pero no quiere entrar a la casa y no quiere danzar la vida: prefiere la esclavitud del ego y queda atrapado en una vida gris, sin música y sin danza. Es un peligro siempre presente: no escuchar o escuchar y no querer danzar. No quedemos también nosotros atrapados en los caminos extraviados del ego y en una existencia víctima de la amargura y el resentimiento.

 

Vivamos la vida y el vivir como una danza. Que cada movimiento, cada gesto, cada acción, responda a la música y se convierta en danza.

Danzar sin miedo, al ritmo del Espíritu, al ritmo del amor. Danzar volviendo y volver danzando. Danzar es la mejor forma de honrar la vida y celebrar el Misterio. Estamos en Casa: dancemos. Estamos volviendo: dancemos.

 

¿Cómo danzar?

 

Alineándose con el fluir de la vida y el susurro del Espíritu.

¡Qué dance tu alma!

¡Qué dance tu corazón!

Y, en la medida de lo posible, que dance también el cuerpo.   

 

 

sábado, 22 de marzo de 2025

Lucas 13, 1-9


 

En este tercer domingo de Cuaresma, se nos presenta un texto de difícil interpretación. Por eso, es esencial acercarnos al texto desde el silencio, tener una actitud de humildad y abrirnos al Espíritu.

 

En el texto descubrimos dos partes, que parecen estar en contradicción; la primera parte hace hincapié en la necesidad urgente de la conversión, sin la cual, las consecuencias serán fatales: “¿Creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (13, 4-5).

 

La segunda parte – a través de la parábola de la higuera estéril – pone el acento sobre la paciencia divina: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré” (13, 8).

 

Este evangelio nos ofrece pistas esenciales para nuestro crecimiento y desarrollo humano-espiritual: la culpa, la responsabilidad, la paciencia, la esterilidad/fecundidad.

 

En la primera parte, el Jesús de Lucas asume y disuelve la paradoja de una forma extraordinaria: el hecho de que no haya culpabilidad, no quita nuestra responsabilidad.

 

Jesús, poniendo como ejemplo a tragedias de su tiempo, nos enseña que el sufrimiento humano no hay que encerrarlo bajo la etiqueta de la culpa: Dios no castiga, Dios es amor y el amor libera y educa para la responsabilidad. Somos responsables del don que Dios nos otorgó y lo que nos ocurre se debe, en buena medida, a nuestras decisiones.

 

Soy un don para mí mismo.

Soy un don que Dios me entregó y soy responsable de este don: en esta expresión se funden, armónicamente, gratuidad y responsabilidad.

 

Un gran amante de la responsabilidad, Víctor Frankl, decía:

Vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la existencia nos plantea, cumplir con las obligaciones que la vida nos asigna a cada uno en cada instante particular.

 

Estamos acá para responder al don que somos y a la vida que se nos regaló: justamente el término “responsabilidad” encuentra su raíz en “responder”.

 

La responsabilidad nos confirma en nuestra libertad y dignidad. Es una triada inseparable y no hay una sin la otra.

 

Demos un paso más.

Nuestra simpática higuera – ella nos entiende y nosotros la entendemos – es estéril. Una higuera está hecha para dar higos y siendo estéril no cumple con su propósito. La reacción inmediata del dueño es de impaciencia: ¡córtala!

 

La reacción de Dios con nuestra esterilidad es, en cambio, la paciencia: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré” (13, 8).

 

El amor es paciente, porque la paciencia es la ley de la vida y del crecimiento. Todo crece a su ritmo y cada cual tiene su ritmo y sus obstáculos, casi siempre debidos a heridas y sufrimientos no resueltos. Dios conoce todo esto y por eso su paciencia es maternal y podríamos decir, infinita. Pero la paciencia no es estupidez y no nos quita el don que somos y nuestra responsabilidad: “Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás” (13, 9).

 

Hay un límite. Hay límites. Sin límites no existirían tampoco, la responsabilidad y la paciencia. Es el límite que marca el amor y el amar, aunque nos cueste entenderlo y vivirlo.

 

La esterilidad de la higuera – como la nuestra – viene de la no aceptación y comprensión del límite.

La higuera no tiene toda la vida para dar fruto: el tiempo limitado marca su posibilidad, entre otras condicionantes.

Nosotros igual. Nuestro tiempo es corto y en este corto tiempo estamos llamados a dar fruto, a ser responsables del don que somos para nosotros mismos, para los demás, para el cosmos.

 

La parabolita de Jesús es una provocación: ¿Qué sentido tiene vivir una vida estéril?

Vivir una vida estéril, significa no entrar en el dinamismo creador de Dios; significa no haber entendido nada del regalo de la vida. Significa desperdiciar el don. Por eso el evangelio es tajante: ¡den fruto! El tiempo se acaba. Den fruto: a pesar de sus límites y a través de sus límites.

 

Es la urgencia del amor que experimentó San Pablo: “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5, 14).

 

En todos los evangelios resuena constantemente esta invitación a dar fruto y el capítulo 15 de Juan es un claro ejemplo.

La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos” (Jn 15, 8).

Otro ejemplo muy fuerte es la conocida parábola de los talentos, en Mateo 25, 14-30.

 

Estamos acá para revelar la luz y cada cual tiene una luz única, original, divina, para revelar.

Si yo no revelo mi luz, ¿quién lo hará?

Si el manzano no se revela y expresa en las manzanas, ¿quién lo hará? ¿El peral?

Tu potencial es enorme: la luz te habita.

Tu tiempo es limitado. Tu cuerpo es limitado, tu mente es limitada. Estás condicionado por todas partes.

 

¿Qué haces con la luz?

¿Qué haces con los limites? ¿Lo usas como excusas para justificar tu esterilidad o lo usas como trampolín para trascenderte y dar fruto?

 

Hay que responder. Desde la paciencia de Dios que te acompaña, eres responsable.

 

 

 

 

 

 


sábado, 15 de marzo de 2025

Lucas 9, 28-36

 



Estamos delante del fascinante y maravilloso texto de la transfiguración de Jesús.

 

Es un texto que intenta reflejar una experiencia mística de Jesús, Pedro, Juan y Santiago.

 

El relato de Lucas empieza diciéndonos que “Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar” (9, 28).

 

Esta simple indicación no puede pasar desapercibida. Prestemos profunda atención. Respiremos y detengámonos.

 

En primer lugar, se nos presenta al maestro Jesús como a un hombre de oración. Jesús dedica tiempo a la oración, al silencio, a la soledad. Dedica tiempo a la búsqueda incesante de Dios y de sí mismo. Es el testimonio de todos los evangelios.

Jesús fue un místico y diciendo esto lo decimos todo: maestro, profeta, sanador, predicador, conservador y revolucionario, político y trans-político, buscador y encontrado, luz, puerta, agua viva, sol y luna.

La mística es la cumbre de la experiencia humana, la que integra todo en profunda y espiritual armonía… y no hay mística que no beba al pozo de la oración y del silencio.

 

Es muy probable que Jesús tenía la costumbre de subir solo a la montaña o de buscar lugares solitarios para orar. Para él es tan importante la oración que se lleva a Pedro, Santiago y Juan, para que aprendan como orar, para asociarlos a su oración.

Jesús quiere asociarnos a su oración. Hermoso: para los cristianos, la oración de Cristo es la única, sola, gran Oración. Porque Cristo es Oración al Padre.

 

Nos preguntamos entonces:

 

¿Nos dejamos tomar por el Espíritu para aprender a orar?

¿Dejamos que el Espíritu nos lleve a la montaña?

 

Es importante estar atentos a las propuestas espirituales que aparecen, especialmente a los retiros: son llamadas del Espíritu que nos quiere “tomar”, son nuestras “montañas”.

 

Jesús, con sus tres amigos, sube a la montaña.

 

La experiencia mística, por cuanto don gratuito de Dios, normalmente necesita unas condiciones y una preparación. La subida a la montaña de Jesús, va preparando a los apóstoles para el encuentro y va preparando al mismo Jesús para su transfiguración.

 

Necesitamos unas condiciones para que se pueda dar el éxtasis del encuentro.

 

La metáfora de la subida al monte nos habla de disciplina, de cierto esfuerzo, de mirar a lo alto, de perseverancia y de dar cabida a nuestro anhelo. Somos humanos y nuestra humanidad está llamada a participar del éxtasis: cuerpo y mente deben ser parte del encuentro místico, por lo menos en su punto inicial.

 

No podemos obviar nada de nuestra humanidad. Por eso, es fundamental ir integrando cada vez más todo aspecto de nuestra humanidad en nuestra vida de oración y en nuestro anhelo espiritual.

La experiencia mística es siempre experiencia de integración, nunca de separación, división, fragmentación. Cuanto más integro, más me voy abriendo al Espíritu, al éxtasis y a mi trasfiguración.

 

¿Por qué Jesús se lleva solo a Pedro, Juan y Santiago?

¿Y los demás? ¿Cómo se habrán sentido?

¿Jesús tenía preferencias?

 

Preguntas abiertas, tal vez sin respuestas claras. Mejor.

Mejor dejar las preguntas abiertas y solo recoger pistas para nuestra vida y nuestro caminar.

 

Una buena pista que podemos cosechar es la siguiente: Jesús – y hoy el Espíritu – conoce el corazón de cada uno, conoce aquello que cada cual necesita, el lugar donde lo necesita, el tiempo cuando lo necesita y el para que lo necesita, es decir su misión única.

Por eso que las comparaciones siempre fallan: es energía mal usada y perdida.

 

Cada cual tiene su camino, su tiempo, su lugar. Solo el Espíritu sabe en profundidad.

 

Apresurar los tiempos del Espíritu, a menudo obstaculiza el crecimiento de la persona, entorpece su camino o hasta puede llegar a “quemarla”.

 

Demasiado abono para una planta y ofrecido en momentos no oportunos, la puede quemar.

 

Es lo que Pablo les decía a los corintios: “Por mi parte, no pude hablarles como a hombres espirituales, sino como a hombres carnales, como a quienes todavía son niños en Cristo. Los alimenté con leche y no con alimento sólido, porque aún no podían tolerarlo, como tampoco ahora, ya que siguen siendo carnales” (1 Cor 1, 1-3).

 

En este tiempo de Cuaresma estemos más atentos: el Espíritu nos quiere enseñar a orar, nos quiere transfigurar, llenar de luz.

Dejémonos llevar a la montaña, sin prisa, pero sin pausa.

 

Me dejo llevar a mi ritmo, sin compararme.

Me dejo llevar con total confianza y agradecimiento.

Y pongo toda mi humanidad a disposición.

 

 

 


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